Navegar por internet y buscar el nombre de lo que nos ocurre se ha convertido en una costumbre más. En este momento en el que se han empezado a abrir las puertas de nuestras casas, hemos oído o leído mucho sobre el
Síndrome de la Cabaña. Algunas personas se sienten identificadas con él, leen sobre esa aparente «pereza» por cambiar de escenario (apatía), por salir de nuestras casas, esa extraña comodidad dentro del confinamiento que por lo visto ya sentían los buscadores de oro o los fareros; una apatía ante la idea de salir, un «
¿para qué?» acompañado de «
aquí estoy seguro» (evitación). Además del miedo a lo que pueda ocurrir fuera de la zona de seguridad que es nuestra casa, hay un componente de miedo al juicio de los otros (componente social), a defraudar las expectativas que puedan tener puestas en nuestras ganas de salir, de verles, de pasear (
«¿Cómo voy a decir que no quiero salir?»). Por otro lado comparte una dimensión con los procesos duelo, esa parte en la que cuando perdemos a un ser querido nos negamos a que el mundo siga funcionando igual, a que el sol salga y la gente pasee y se ría junto a nosotros, ignorando aparentemente nuestra pena. Hemos pasado mucho tiempo confinados y sigue existiendo un virus del que debemos protegernos.
Entonces, cuando entramos en google y vemos que lo que nos pasa tiene un nombre, nos tranquilizamos. Soy de la opinión de que la mayor parte de los síndromes psicológicos que describen los medios de comunicación (Síndrome de Peter Pan, Síndrome postvacacional, Síndrome de la Cabaña) son un arma de doble filo: nos ayudan a divulgar nuestros conocimientos, pero a veces confunden e infantilizan a la población. Por ejemplo, es normal no tener ganas de volver de vacaciones, pero si cada vez que vuelves tardas dos semanas años en controlar la irritabilidad y tienes más de 30 años, es importante revisar tus mecanismos psicológicos de adaptación. Diferenciar si estamos teniendo una reacción de adaptación sana que sigue su cauce normal o un trastorno mental no es fácil, para empezar no son excluyentes. Autodiagnosticarnos nos puede tranquilizar, pero si no cambia lo que nos ocurre, deberíamos ponernos en contacto con un profesional que tenga los conocimientos necesarios para profundizar en ello y hacer una valoración clínica. Al fin y al cabo, todos sabemos que los norteamericanos no son precisamente el paradigma de la salud mental y es raro que cualquiera de ellos, con o sin formación superior, no sepa usar un
DSM.